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Se me cayó el mundo encima

Se me cayó el mundo encima. Mejor dicho me caí yo y mi peor pesadilla se hizo realidad, porque acababa de lesionarme a 15 días de mi mayor sueño: tocar en el Carnegie Hall. No era posible rebobinar unos segundos y darle al STOP justo en el momento en que el niño se cruzó ante mí, provocando un giro incontrolado hacia la izquierda, saltar, tropezarme e irremediablemente besar el suelo. El tiempo continuaba hacia adelante y mi dolor con él. Esa noche terminé en Urgencias por una "contusión costal", con una inyección que me dolió más que el golpe y la mirada de mi mujer clavada en mi culpabilidad diciéndome "A quién se le ocurre jugar al fútbol?!" Pero cómo no echar una "pachanga" en familia el día que nos reunimos todos para celebrar el cumpleaños sorpresa de mi hermano que ha venido desde Alemania... Pero la emoción fue más fuerte.

El dolor me quitó el sueño y el miedo también. Empezaba una imparable cuenta atrás que me impedía trabajar durante una semana. Siete días sin poder moverme, toser, reír y tocar el piano. Ni el fisioterapeuta podía hacer milagros, solo el tiempo y la paciencia, que terminó curándome. Con mucho cuidado retomé mi actividad y las horas diarias para repasar Albéniz, Debussy, Mompou, además del repertorio de compositores españoles desconocidos para el público de Nueva York. Otra osadía por mi parte. Pero la pasión siempre gana.

Sentí un escalofrío cuando leí "Tito García González" a las puertas del tempo de la música y a la gente pararse para saber cuándo era el concierto. Después me entró la responsabilidad de hacerlo bien y, finalmente, me pellizqué al sentarme en el Steinway de la sala completamente solo en la prueba de sonido, rezando para que la suerte me acompañara ese 1 de junio. Aquella tarde llegué pronto, descansado y francamente tranquilo al Carnegie Hall. Seguí mi ritual de preparación y me sobraron minutos para relajarme en el piano de pared del camerino, hacerme un selfie y hasta grabarme la pieza que compuse para la ocasión y que estrené allí "Remembering Berstein". Lo mejor estaba por llegar.

Celia transmitía seguridad. A sus inciertos pero muchos años, la acompañaba la sabiduría de quién conoce la trastienda del oficio y el sabor tanto del éxito como el fracaso. Entre bambalinas miraba el reloj mientras merendaba: "Tienes suerte. No para de entrar gente. Lo vas a llenar. Eso no pasa siempre. Hace poco tocó una japonesa con un vestido precioso...para diez personas. Se fue desconsolada." Servicial y puntual, cuando llegó la hora me dijo: "Sal ahí y disfrútalo". Y así lo hice.

Los aplausos siempre son esperados, pero cuando van acompañados de la complicidad de público, más allá de su cortesía, es el mejor pago que un artista puede recibir. Ver al público en pie, entregado a una ovación sin límites, no tiene precio. Un entusiasmo que se convierte en agradecimiento por mi parte. Así, para terminar la noche, les hice protagonistas del concierto, componiendo en directo una pieza con tres notas al azar lanzadas desde las butacas.

Al terminar Celia me condujo con decisión al hall de la sala, donde me esperaban algunos españoles del Instituto Cervantes de Nueva York, estudiantes, músicos y desconocidos, impacientes por hacerse una foto y felicitarme. Sinceramente estaba abrumado y feliz. Un momento mágico, único e irrepetible, como el tiempo que nunca regresa aunque se convierta en eterno desde el recuerdo. Al final cumplí mi sueño.

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